Vanessa cerró
el diario y se quedó un instante acariciando la gruesa tapa de piel rosada. Se
comió la última punta de la tostada y se bebió de un sorbo lo que le quedaba de
café antes de ir a pagar.
— Don Tomás, ¿cuánto le debo?
— Eh... si, espera que lo mire… un
café y una tostada, dos euritos, guapa.
— ¿Dos euros? Me has puesto un
zumo también, acuérdate.
— ¡Ah, si! Casi se me olvida…
bueno, pues serían dos euritos — dijo guiñándole el ojo.
Vanessa le
dio tres, pero Tomás ni lo miró. Podría haberle pagado con dos monedas de
chocolate, que el camarero se habría fiado de ella igualmente.
Vanessa
volvió a su casa. Tras su forcejeo con la cerradura y su maldición
correspondiente hacia esta, entró. Entró y la vio toda destartalada, tal y como
se la encontró ayer y tal y como la dejó esta mañana. Dejó todo en la mesa y se
cambió la camiseta por una de Naranjito antigua que sólo se ponía para limpiar.
Efectivamente, iba a limpiar.
Algo le pasó
durante su viaje que, tras meses de dejadez general en las tareas del hogar,
hoy se propuso limpiar. Estaba radiante, incluso con esa camiseta, la cual
tendría su misma edad. Es más, por primera vez llegó a su casa y no se fumó un
cigarro medio tumbada en su sillón. Incluso sonreía. La idea de limpiar le
entusiasmaba, sorprendentemente.
Primero quitó
la ropa del tendedero y la guardó en el armario. Por cada prenda le venía una
oleada de sentimientos. La olía de nuevo, por si siguiera oliendo a mar, pero
ya no. Dobló cada camiseta, cada pantalón y cada falda con el mayor de los
cuidados. Todas las camisetas median exactamente lo mismo. Mientras las
doblaba, miraba por la ventana de su habitación, dejando volar su imaginación.
Poco a poco
su sonrisa se hacía más y más grande, hasta que se daba cuenta de lo que estaba
haciendo. Entonces apretaba los labios, incluso miraba alrededor por si alguien
la hubiese visto, a sabiendas de que estaba sola en su casa.
Tras guardar
la ropa se quedó con los brazos en jarra. “¿Qué hay que hacer ahora?” se
preguntó. Hacía tanto tiempo que no limpiaba que no sabía cuál era el proceso
estándar. Así que sacó el plumero y un trapo y se dispuso a quitar todo el
polvo que había acumulado su casa durante este tiempo. Ella misma se estaba
quedando asombrada por la gran cantidad que había, preguntándose cuánto tiempo
haría que no limpiaba. Verdaderas nubes de polvo salían de algunos cuadros.
Cuando se
quiso dar cuenta, estaba limpiando en el más profundo silencio. No estaba
puesta la tele y apenas se escuchaba el ruido de los coches y de algún niño por
la acera. Resultaba incomodo ese silencio. Así que sacó una mini-cadena antigua
que tenía en su cuarto. La enchufó sin mirar qué disco había dentro. “¡Oh vaya!”,
exclamó.
El CD de rock
que sonó era un regalo de Roberto. Concretamente se lo regaló tras la primera
ruptura, a modo de reconciliación. A Vanessa le encantaba ese disco, tanto por
las canciones, que le encantaban, como por los recuerdos de aquel momento de su
vida en el que todo iba bien. Por esos sentimientos se levantó para buscar la
caja del CD y guardarlo, no quería escucharlo. Cuando se levantó pausó el
reproductor, pero al momento recordó que la canción número cuatro le parecía la
mejor, así que la puso.
Vanessa
buscaba la caja agitando la cabeza, se olvidó de la carga emocional y se centró
solamente en las notas. “¡Que canción más buena! Me la podría poner en el
móvil, para cuando me llamen...” hablaba sola. Al fin encontró la caja del
disco en un cajón que hacía tiempo que no habría, entonces recordó. Recordó que
el libreto contenía una dedicatoria de Roberto y por ello escondió ahí la caja
y no volvió a abrir ese cajón. Ya no quería dejar de escuchar el disco, le
gustaba demasiado aquella guitarra melódica. Se creyó con fuerzas para echarle
un vistazo a la carátula, se arrodilló en el suelo y no dudó en sacar el
libreto para leer esas malditas palabras.
“Sé que este grupo te gusta mucho; sé que querías este CD y no lo
encontraste en ninguna tienda; sé que estaba descatalogado; sé que me equivoqué;
sé que no volveré a hacerlo más; sé que me quieres, sabes que te quiero.
Roberto.”
Vanessa leyó una y otra vez
aquella dedicatoria, cada vez más rápidamente. Decenas de veces. Unas lágrimas comenzaban
a brotarle de los ojos. Ahí estaba ella, impasible, llorando y leyendo una y
otra vez las palabras de Roberto. Tras un par de minutos estática, goteándole
las lágrimas en las rodillas, se derrumbó. Empezó a gritar exclamando una y
otra vez “¡¿por qué, por qué?!”. Rompió el libro en mil pedazos, rompiéndolo
por la mitad una y otra vez. Hasta el punto de no poder más, y tener que
dividir los trozos en dos montones para poder seguir rompuiéndolos. Continuó
con la caja del disco, que la destrozó golpeándola contra el suelo y la mesilla
y pisó los trozos que quedaron. Incluso estampó aquella mini-cadena una pared.
Una vez roto el reproductor, saco el disco y también lo partió por la mitad.
Al terminar aquel destrozo y aun
temblando de los nervios, se sacó un cigarro. Se lo encendió y la primera
calada sintió inmediatamente el relajante efecto que buscaba. Fumaba mirando
todos los trozos de todas las cosas que había roto. Cuando acabó de fumar, se
secó las últimas lágrimas y miró unos instantes aquel cigarro consumido, antes
de apagarlo con mucho ímpetu, como si ese cigarro significara algo. Vanessa no
se lo pensó mucho y siguió limpiando, esta vez escuchando la radio desde el
móvil.
Tras toda la mañana limpiando, la
casa quedó perfecta. Perfecta dentro de lo posible. Y dentro de lo posible ya
que aquel hogar necesitaba una reforma urgentemente: tenía las paredes
amarillentas, humedades, los sofás estaban muy antiguos, algún desconchón en la
pared, etc. Pero a pesar de esto, aquello parecía un hogar y no una pocilga.
A Vanessa se le había pasado el disgusto
anterior y se sentía mucho más animada. Rompiendo aquel cd sentía como que por
fin había dado el paso adelante y dejaba atrás su pasado. Ese optimismo le
llevó a pensar qué reformas podía llevar a cabo en su casa, y las fue apuntando.
“Podría pintar las paredes… ¡de colores alegres! Cada habitación de un color
diferente. Comprar fundas nuevas para el sofá… no, mejor un par de sofás
nuevos, tampoco unos muy caros, pero si, sofás nuevos. Esta mesa va fuera, a la
basura, aquí no la quiero ver más. Compraré una de cristal, que son preciosas.
Así tiro ya esta mesa vieja y coja…”. Estaba muy ilusionada.
Cuando quiso darse cuenta tenía
dos hojas a dos caras rellenas y eran
casi las tres de la tarde. Aun no había comido. Fue a la nevera, sin recordar
que no le quedaba nada de comida. “¡Mierda!” pensó, “ahora tendré que volver a
bajar al bar a comer… más gasto”.
Se cambió su camiseta de Naranjito
por una que no se llevó al crucero. Hace unas semanas no le gustaba esa
camiseta, pero ese día la miró bien y cambió de opinión. Era una camiseta azul
marino, ancha con el cuello grande. Se la probó y pensó que no le quedaba tan
mal. Cogió el móvil, las llaves, la cartera, el tabaco y, cómo no, su diario, y
marchó.
De camino volvió a acordarse de su
gato, Simba, y se recordó a sí misma que a la vuelta pasaría por la casa de su
hermana y lo recogería. Se puso los cascos, rock en el móvil con el volumen al
máximo y aceleró el paso. De camino al restaurante se hacía sombra con el
diario a modo de visera, a esa hora hacía mucho calor.
Ya próxima al bar la música se
paró por un momento, para dejar paso al típico pitido doble de aviso de
mensajes entrantes. Vanessa se extrañó “¿quién podrá ser? ¿Javi?... ¿mi hermana?”.
El mensaje era de Roberto:
Hola que tal? No sabía que te habías tenido que ir
de viaje, que tal te ha ido? Yo…
No pudo seguir leyendo. En llegar
a ese punto dejó de leer y lo borró. No quería saber nada de él. Ya se prometió
no volver a hacerle caso y quebrantó su propia promesa tres veces. No quería
quebrantarla una cuarta. Una vez borrado si que quería leerlo.
Llegó al bar y Don Tomás la
recibió como siempre, con una amplia sonrisa y un sonoro “¡hombreeee
Vanessaaa!”. Mantuvieron una escueta conversación en la que ambos se contaron
los quehaceres que habían llevado a cabo durante la mañana y al final, Don
Tomás le tomó el pedido a Vanessa: un plato de una suculenta ensaladilla rusa
que había en el mostrador, una ración de jamón ibérico y queso y un refresco de
naranja.
Con la comida en la mesa pensó en
comer viendo el informativo. Por un lado no correría el riesgo de manchar su
diario y, por otro, se pondría al día en actualidad, cosa que había dejado un
poco de lado. Ya no sabía ni quién ganó la últimas elecciones, ni si han subido
los impuestos o qué países estaban en guerra actualmente. Tras dos
catastróficas noticias recordó por qué pasaba de las noticias desde hace meses.
Abrió el diario sin pensarlo. Tenía mono de diario, como si lo necesitara imperiosamente.
Hola,
buenas noches hojita de papel. Son aproximadamente…
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