domingo, 11 de marzo de 2012

Capítulo I: Lejas ligeramente arqueadas

— ¿A dónde la llevo, señorita?
— A… al Rebolledo, por favor. ¿Sabe dónde está la gasolinera? La de Rebolledo, digo.
— Sí, creo que sí.  Al principio, nada más llegar, ¿puede ser?
— Si ahí, ahí me puede dejar.
— Si no le importa, ¿de dónde viene? De vacaciones, ¿verdad? No creo que cargue maletas todos los días— dijo aquel obeso taxista, mirándola por el retrovisor.
— Si, vengo de vacaciones— contestó ella sin dejar de mirar por la ventana.
— ¡Oh qué bien! Aquí, como sabrá, la cosa está mu mala y con familia e hijos no puedo permitirme nada…
— Si lo hubiera sabido antes le hubiera dado el billete.
— Pero... ¿Y eso? Perdone que me entrometa… ¿no lo ha pasado bien?
Ella cogió aire por la boca y lo tiró fuertemente por la nariz.
— No ha sido el descanso que necesitaba. Y no me apetece hablar. Por favor, conduzca.
— A pesar de todo seguro que usted se lleva algo bueno en la maleta... se le ve en los ojos. La veo por el espejo y se le nota. Y dicho esto ya me callo.
El taxista hizo el típico gesto de cerrar una cremallera imaginaria sobre sus labios.
— Mejor.
Zanjó la conversación, antes de que sus acuosos ojos se humedeciesen más.
...
— Ya hemos llegado, señorita. Son dieciséis con treinta y dos, pero le perdono esos centimillos.
— No hace falta— dijo ella sacando el importe exacto de su cartera— aquí tiene, muchas gracias.
— A usted, ¡cuídese!
Ambos bajaron del vehículo. El conductor abrió el maletero para sacar las absurdamente grandes maletas. Mientras, ella se quedó embobada mirando al horizonte. Se dibujó una sonrisa en su cara, por alguna razón que solamente ella entendería.
— ¡Señora! ¡Ts! ¡Señora!— interrumpió el taxista sus pensamientos.
— ¡Ay! Perdone... se me ha…
Esta cogió apresuradamente las pesadas maletas como pudo y comenzó a andar camino arriba. Podía fácilmente haberle dicho al taxista que la dejase doscientos metros más adelante, pero prefirió andar.
...
Llegó a su casa y unos metros antes de llegar a la puerta se detuvo. Miro la fachada de arriba abajo y broto de sus labios la típica frase “ya estoy aquí”, acompañada de un breve resoplido. Ella misma pensó en el tremendo tópico hollywoodiense que había cometido. Metió la llave en la cerradura, con dificultad, ya que ésta estaba un tanto oxidada, pero eso ya hacía tiempo que ocurría. “A ver si cambio esta cerradura de una vez” pensó mientras forcejeaba con la llave, buscando la combinación entre giro de muñeca, giro de pomo y empujón en la puerta.
Al fin entró a su casa, un lugar un tanto lúgubre y con olor a cerrado. Las paredes estaban descoloridas y los muebles tenían algunas lejas ligeramente arqueadas hacia abajo, efecto del tiempo. En medio de la salita había una mesa, donde estaba el cenicero. Un cenicero lleno de colillas y una marca del techo que el humo del tabaco había ido grabando día tras día. Al lado la última taza de café, ya seco y con otra colilla en el fondo, que se tomó antes de irse de viaje. La pared del cuarto de baño estaba dibujada a circunferencias deformes debido a las incontables humedades que había sufrido. Una pila de libros en la esquina, que ni ella sabía qué libros eran. Una sobrecargada percha, de la que colgaban tanto bikinis como bufandas. La cocina estaba toda manga por hombro y la cama sin hacer. Justo tal y como ella lo dejó.
Tiró las maletas en el salón y fue a la cocina. Tenía hambre y ahora por fin comería algo bueno, si por bueno se entiende un bocadillo de chorizo. "Mejor que lo del crucero..." pensó. Abrió la nevera y recordó que no había comida, y la poca que había, seguro estaba mala. Quedaba un paquete de chóped abierto y un par de yogures caducados desde antes del viaje. “Al final no estará tan mal la cocina de allí”, dijo para sí mirando al fondo de la nevera. Desganada completamente, cogió uno de los yogures, lo abrió y lo olió durante un rato. “No parece caducado”.
En el congelador vio media barra de pan, que sacó para que se fuera descongelando. Mientras se sentó en su sillón a fumarse un cigarrillo. El sillón era verde y suave y estaba lleno de pelos de su gato. Le sirvió para recordar que tenía que ir recogerlo. "¡Mierda el gato! ¿Qué hora es? ¡Uff! La una y media pasadas... mañana voy...” pensó mientras escurría su cuerpo a lo largo del sillón. Cuando la ceniza creció se levantó para coger el cenicero y de paso, poner la tele.
Buscó el mando y cuando lo encontró, bajo de un sucio cojín, no funcionaba. Lo apretó con fuerza y apuntando a la tele, pero seguía sin funcionar. El mando estaría roto o sin pilas, pero la resignación acumulada la hizo tirar el mando contra el marco de la puerta. En ese momento, toda la presión y recuerdos que guardaba dentro se desbordaron y no pudo evitar romper en llanto.
Se secó las lágrimas con la manga de su camiseta, dejó el cigarro en el cenicero y se quedó mirando al horizonte. “Nada funciona, nada funciona, nada funciona…” se repetía una y otra vez mientras hacía un barrido con la mirada por todas las esquina de su casa. Su mirada se paró cuando llegó a las maletas. Se levantó bruscamente, volcando el sofá del énfasis, y corrió hacia una de ellas. La abrió y buscó entre toda la ropa y trastos que tenía ahí dentro, sacándolo por encima de su cabeza. No encontró lo que ella buscaba y abrió la segunda maleta. Buscó y rebuscó. Al final se puso de pié y volcó la maleta. Lo tiró todo el suelo. Ahí estaba lo que ella buscaba, entre ropa, botes, el neceser… un librito rosa, grueso y con las esquinas peladas. Su diario.
Lo apretó contra su pecho mientras se limpiaba las últimas lágrimas de su cara. Ya sonreía. Se levantó, terminó de apagar su cigarro y se fue corriendo a su habitación. Ya se había olvidado del bocadillo y del yogur. No tenía hambre. Ahora lo que quería, por alguna razón, era.

20-6-08

Querido diario...

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