sábado, 12 de julio de 2014

Capítulo X: Primo, poeta e índice

…que estaba casi al otro lado del barco.
— Ya hemos llegado — dijo mientras buscaba la llave — la 599. ¿Sabías que el número 599 es un número primo?
            ¿Cómo sabía eso? Igual era matemático, no lo sé. Yo le miré haciendo un gesto como de ignorancia y ya está. Me invitó a pasar con una reverencia.
— No hace falta que finjas ser un caballero — le dije, aunque pasé primera.
            La habitación estaba completamente ordenada, salvo por la cama que estaba completamente cubierta de hojas y libretas abiertas. En las hojas había de todo: pequeños poemas, hojas escritas hasta en los márgenes, dibujos de hadas y calaveras u hojas simplemente con un garabato. Realmente, me impresionó.
— ¡Vaya! ¿Escribes?
— Si, bueno, cuatro cosillas que me ocurren — dijo mientras buscaba en su maleta una camiseta.
            Miré por encima y cogí una hoja al azar. Contenía una poesía por una cara del folio y, por la otra, una raya que cruzaba la hoja de esquina a esquina. Aquella poesía, si no recuerdo mal decía:
Ninguno de los dos supimos que decir.
¿Qué hacíamos uno frente al otro?
Le cedí toda responsabilidad, por cobarde,
y corrí por mi páramo mental.

Ella habló y dejó por mí de ser pueril.
¿Por qué sostuve ese sueño roto?

No recuerdo más. De todos modos no me dio tiempo a leerla entera. En cuanto se percató de que la estaba leyendo Javi me la quitó de las manos y rápidamente me la cambió por su camiseta.
— Ahí tienes el baño, te puedes cambiar. Espero que no te venga muy grande, la camiseta, no el baño.
            Graciosillo. Entré a cambiarme a su baño. Todo realmente ordenado. Si él viese el mío posiblemente le diese un infarto. La camiseta que me dio era negra y con un tipo feo y esquelético dibujado. Parecía de un grupo de rock, pero no reparé mucho en ella. El sujetador también estaba algo manchado, pero no me lo iba a quitar allí. Lo limpié un poco con la otra camiseta y me lo dejé puesto. La camiseta suya me venía bien, un poco ancha, pero bien. Él tampoco está muy fornido, que digamos.
            Salí y estaba terminando de guardar las últimas hojas en una carpeta, de cualquier manera, arrugando algunos folios y doblándolos.
— No hace falta que te pongas así. No los miraré ni preguntaré si no quieres, pero tampoco los arrugues.
— Parece que cada vez estás más suelta hablando eh. Ya no te limitas a expresarte con monosílabos.
— Si tengo que aguantar contigo hasta que me dejen ir a mi habitación, mejor ser cordial, ¿no?
— Igual de tajante, eso sigue igual. Cambiando de tema, te queda bien la camiseta. ¿Te gusta el rock? Si te portas bien te la regalo — y me guiñó el ojo.
— No hace falta. Gracias. Y cambiando de tema — dije imitándole — ¿qué escribes? O ¿a qué te dedicas?
            Él cambió su expresión, pero acabó contándomelo. Según él, estaba escribiendo un libro, por el que se había comprometido con la editora para esta semana. Pero se fue de crucero para que le diese tiempo a acabarlo. Mientras me contaba todo esto buscaba en su habitación algo. Debajo de la cama, en el armario… ¿qué hacía? Al final exclamó “¡aquí está! Por fin” y sacó de debajo de detrás de la mesilla una bolsa con todo tipo de chocolatinas.
            No mentía cuando me dijo que tenía muchas. Bollitos, croissants rellenos de chocolate o de crema, donuts,  galletas, batidos de fresa, vinilla y chocolate y un largo etcétera. Volcó toda la bolsa en la cama, sin más.
— ¡Vaya! — no pude evitar reírme — si que tenías razón sí.
— Por fin te oigo reír. Claro, no tengo por qué mentirte.
— Entonces, ¿esta es mi comida?
— Esta es nuestra comida — puso más énfasis en la palabra nuestra — que te recuerdo que yo tampoco he comido.
            Estuvimos un rato comiendo y hablando sobre temas sin importancia. Él resultaba bastante prudente, parece que había aprendido a no gastarme sus bromas y yo, realmente más permisiva. Dejé por un momento de gruñirle y empecé a tratarle como a una persona normal. Me agradó hablar con él. Charlamos, sobre todo, sobre cosas relacionadas con el crucero. El servicio, la comida, la gente… nada serio.
            Miré la hora y ya eran casi las seis de la tarde. Mi camarote ya estaría disponible y, aunque lo estuviese pasando bien, quería irme y por fin quitarme este sujetador y lavarme bien para quitarme el olor a puré. Él me estaba mirando y, justo cuando fui a abrir la boca para decir que me iba, él se apresuró para ponerme un dedo en los labios y evitarlo, diciendo “ssssh”. Me dejó de piedra.
            Me mandó callar, con una sutileza y una mirada tan penetrante que el “ssh” pasó desapercibido. Me empecé a poner nerviosa y se me aceleró el corazón. “Vanessa, ¿qué te pasa?”, pensé. No supe que hacer y me quedé expectante a su reacción. Él me seguía mirando de la misma forma y yo sentía como su dedo índice se iba deslizando muy poco a poco por mis labios. Cuando  por fin fui a hablar, él me quitó la mano de la boca y sonriendo como un niño sacó un par de chocolatinas con la otra mano y dijo:
— ¿Has probado estas? Son de dulce de leche y galleta. Me encanta el dulce de leche.
            Nos reímos los dos. Es un payaso con todas las letras. Vaya forma de ofrecerme un chocolate.
            Así al final pasamos la tarde hablando de nuestras cosas. Fue divertido y, realmente lo necesitaba. Nadie me había tratado así desde hacía mucho tiempo. Al final volví a mi camarote, justo para cambiarme e ir a cenar. Acabo de ducharme y hablamos de ir a cenar juntos. No me reconozco. Luego te cuento.

                “Como me apetece ahora hacer dulce de leche”. No tenía nada que hacer. Así, mientras terminaba de recoger la cocina, se iría cocinando y tendría una motivación para terminar antes. Aunque debía ir a comprar, porque en su despensa solo había polvo.
Vanessa se levantó para ir al súper a comprar. Hizo una pequeña lista, con cosas para poder sobrevivir los próximos días y salió de casa. Cuando cerró la puerta por fuera, recordó que se había dejado el tabaco en la mesa. “Bueno, va a ser un momento, no lo necesitaré”.

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